“Pienso que soy un buen presidente. Creo que si me postulara de nuevo podría ganar”, dijo Barack Obama en julio de 2015, ante una platea de diplomáticos de la Unión Africana de Naciones que lo escuchaba atentamente en Etiopía. Ya había superado la mitad de su segundo mandato y empezaba a despedirse del poder.
“Pero no puedo. La ley es la ley, y nadie está por encima, ni siquiera el presidente”, aclaró, para dejar en claro que no tenía ningún plan para perpetuarse. “Nadie debería ser presidente de por vida. Tu país está mejor si hay sangre e ideas nuevas. Todavía soy un hombre bastante joven, pero sé que alguien con nueva energía y conocimientos será bueno para mi país”, agregó en un evidente mensaje hacia las presidencias vitalicias que hay en muchos países africanos.
Obama se fue de la Casa Blanca el 20 de enero de 2017 con la aprobación de casi el 60% de los estadounidenses. La mayoría de los demócratas lo considera el mejor de los últimos mandatarios que tuvo el partido.
En contraposición, ninguno de sus posibles sucesores en 2016 despertaba entusiasmo. La candidata demócrata terminó siendo Hillary Clinton solo por el temor que despertaba la figura de Bernie Sanders en el ala más moderada de la fuerza. Nadie duda de que Obama habría sido mejor candidato que cualquiera de los dos.
No obstante, la sola de idea de plantear una reforma para habilitarlo a un tercer mandato habría causado una indignación generalizada en la opinión pública y en las elites estadounidenses. Obama ni siquiera influyó en la disputa entre Clinton y Sanders, pero apoyó enfáticamente a su exsecretaria de Estado cuando fue oficializada como candidata.
Tras dejar el gobierno se convirtió en un jubilado de la política. Eventualmente puede expresar su opinión sobre algún asunto y apoyar determinadas causas, pero se retiró de la disputa por el poder.
Lejos de ser la excepción, Obama es la regla en Estados Unidos. Su antecesor, George W. Bush, tuvo un perfil todavía más bajo en la última década, y si Bill Clinton tuvo mayor presencia fue por acompañar a su esposa.
Cuando la tradición es norma
La Constitución estadounidense entró en vigencia el 4 de marzo de 1789, 13 años después de la Independencia del Reino Unido. Es la constitución escrita y codificada más antigua del mundo entre las que continúan vivas.
Esa ley suprema estableció un sistema de gobierno federal y presidencialista que serviría de modelo para muchos países del mundo, especialmente en América Latina. El texto no estableció ningún límite a la reelección del presidente. Sin embargo, a diez años de su promulgación, ya empezaba a forjarse un límite de hecho.
“Los fundadores de Estados Unido no estaban seguros de incluir un límite en los mandatos. Algunos, como Alexander Hamilton, pensaron que era una mala idea porque el gobierno requeriría hombres con experiencia. En una crisis, creía, alguien experimentado sería mejor. Pero otros, como Thomas Jefferson, sostenían que los límites eran necesarios para evitar que un líder acumulara demasiado poder. A pesar de todo, decidieron permitir que el presidente se presentara de nuevo. Pero el primero, George Washington, dejó el cargo después de dos mandatos y sentó un precedente que sería seguido por los siguientes 30 mandatarios”, contó Tom Ginsburg, profesor de derecho internacional y ciencia política de la Universidad de Chicago, en diálogo con Infobae.
Washington, héroe de la revolución estadounidense, presidió la Convención Constituyente de 1787. Cuando surgió la discusión en torno a si fijar un máximo de reelecciones, se negó totalmente. “No veo ninguna conveniencia en descartar los servicios de ningún hombre que, en una gran emergencia, sea considerado universalmente el más capaz de servir al público”, escribió en una carta de 1788, para justificar su posición.
No obstante, sus acciones tuvieron un impacto mucho mayor al de sus palabras. Washington se convirtió el 30 de abril de 1789 en el primer presidente de Estados Unidos. Ya en 1793 había dado señales de no querer seguir en el cargo, aunque aceptó gobernar por otros cuatro años. Pero en 1797, a pesar de que probablemente nadie se hubiera atrevido a oponerse a su continuidad, optó por dejar el poder.
Un factor decisivo fue que Washington no se sentía tan bien de salud y temía la debilidad que podría sufrir su eventual vicepresidente si le tocara asumir tras su muerte. Algo que habría sucedido, ya que murió en 1799. Por eso, prefirió abrir el juego a la sucesión, y se mostró prescindente en la disputa entre los dos competidores, Jefferson y John Adams, quien resultaría ganador.
El “padre fundador” sentó así las bases de un sistema que se mantuvo en pie por más de un siglo. El presidente gobierna por un máximo de ocho años consecutivos y luego le cede el lugar a un nuevo mandatario, que no emerge de su dedo sino de una competencia electoral.
“Washington marcó la pauta, dejando la política completamente atrás cuando terminó su gobierno, y estableciendo la norma de que la estabilidad política no depende ni debe depender de una sola persona, y de que nadie debe pensar que la ‘salud de la república’ depende de su liderazgo”, dijo David Samuels, profesor del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de Minnesota.
La norma informal fue reforzada por Jefferson, el tercer presidente de la historia, que gobernó entre 1801 y 1809. Personas de su círculo pretendían que se quede otros cuatro años en el poder, pero él se mostró convencido de que iba a ser perjudicial para el país. “Si la Constitución no fija algún tipo de terminación de los servicios del primer magistrado, o si ésta no se produce en la práctica, su gobierno se convertirá de hecho en vitalicio, y la historia demuestra lo fácil que eso degenera en una herencia”, escribió en 1807.
“El límite de dos mandatos evolucionó informalmente como una norma después de Washington, probablemente el primer y último presidente no controvertido y universalmente aclamado, que estableció el estándar al irse, milagrosamente, después de dos gobiernos. No sólo eso, sino que como no tenía hijos, ni siquiera se pudo pensar en una dinastía. Eso, de hecho, estableció una regla informal que, cuando los presidentes insinuaron violarla, fue articulada”, explicó Zachary Elkins, profesor del Departamento de Gobierno de la Universidad de Texas en Austin.
Ulysses Grant fue el primero que trató de romper la barrera de los ocho años. Llegó a la presidencia en 1869, con el lustre de haber sido el general vencedor de la Guerra Civil. Se fue a su casa en 1877, pero en vez de retirarse trató de volver en 1880. Pero su intento no fue bien visto y ni siquiera pudo ganar la nominación para ser candidato del Partido Republicano.
Theodore Roosevelt fue el segundo en intentarlo. Tras gobernar entre 1901 y 1909, se postuló para regresar a la Casa Blanca en las elecciones de 1912. Como perdió la nominación por el Partido Republicano, fundó su propio partido, el Progresista. Durante la campaña sufrió un intento de asesinato, del que sobrevivió porque la bala atravesó el estuche de acero de sus anteojos y un anotador de 50 páginas antes de alojarse en su pecho. En los comicios generales fue derrotado por paliza por el candidato demócrata, Woodrow Wilson.
El único mandatario que rompió el precedente de Washington fue Franklin Delano Roosevelt. Asumió en 1933, en medio de la peor crisis económica en la historia estadounidense y se convirtió en un líder extremadamente popular al recuperar la economía con su célebre New Deal.
En 1940 el Partido Demócrata debía elegir a un sucesor, pero la incertidumbre derivada de la Segunda Guerra Mundial fue la excusa perfecta para decir que había que apostar por la opción más segura. Roosevelt ganó ampliamente en 1940 y volvió imponerse en 1944. Murió al año siguiente. Si no, habría completado 16 años en el poder.
“Roosevelt se postuló para un tercer mandato y ganó, con sus partidarios argumentando que estaba gobernado por una ‘excepción de tiempos de guerra’ —dijo Ginsburg—. Después de su muerte, el Partido Republicano introdujo la 22ª enmienda para formalizar la regla. Desde entonces, nadie ha propuesto quedarse. Muchos presidentes tienen una vida enérgica después, pero tenemos una regla fuerte en contra de mantener un papel en la política activa. Obama ha sido casi invisible a los ojos del público. Pero creo que cuando Donald Trump abandone la Casa Blanca, también violará esta norma, como hizo con tantas otras”.
La 22ª enmienda constitucional fue aprobada por el Congreso en 1947 y ratificada por las asambleas legislativas de los estados en 1951. El cambio estableció que “ninguna persona será elegida para el cargo de presidente más de dos veces”. Los terceros mandatos —consecutivos o no— quedaron sepultados.
Parlamentarismos e hiperpresidencialismos
La limitación estricta de los mandatos que caracteriza a Estados Unidos contrasta con lo que sucede en otros países del mundo. A un estadounidense no muy informado podría sorprenderle que Angela Merkel lleve 13 años, 11 meses y 24 días como canciller de Alemania. Es más que el mandatario estadounidense que estuvo más tiempo en el poder.
Todavía más impactante es lo de Jean-Claude Juncker. Antes de ser presidente de la Comisión Europea fue primer ministro de Luxemburgo durante 18 años, 10 meses y 13 días. Si bien es cierto que en Europa hay muchos primeros ministros que duran poco tiempo en el cargo, casi todos los países tienen ejemplos recientes de liderazgos muy largos.
La causa de esta diferencia es que en los sistemas parlamentarios los mandatos no son fijos. No tienen un mínimo, pero tampoco un máximo. Si bien en todos los casos hay leyes que dictan que cada cierta cantidad de años debe renovarse la totalidad de las bancas del Parlamento, es muy habitual que las elecciones se anticipen, en función de los vaivenes de la coyuntura política.
La clave para entender por qué en estos casos no hay una preocupación por la posibilidad de que una misma persona gobierne durante tanto tiempo es que el parlamentarismo es una forma de gobierno colectiva. El poder reside en los partidos políticos que actúan en el Parlamento.
En Estados Unidos, la única forma de destituir a un presidente es a través de un juicio político. Es un proceso largo y complejo, que requiere que el jefe de Estado haya cometido un delito claro, y que dos tercios del Senado estén a favor de su salida.
En cambio, en los regímenes parlamentarios basta con que se rompa la coalición que sostiene al primer ministro, o que su partido le retire el apoyo, para que este caiga. Esa dependencia de la estructura partidaria obliga al gobernante a compartir el poder. Algo que no sucede con los presidentes, que concentran muchas atribuciones y siempre pueden jugar a gobernar prescindiendo de su partido y del Parlamento, aunque nunca sea lo ideal. Por eso, en un sistema es mucho menor que en el otro el riesgo de que se personalice la autoridad política, y de que eso desencadene en un gobierno autoritario.
“En los tiempos modernos, tener un límite de mandatos significa que los sistemas políticos tienen que enfatizar los partidos por encima de las personas. Un líder que quiere un legado debe construir un partido y cultivar un sucesor. Si un solo dirigente puede dominar la vida pública, otros no se presentarán para competir y eso realmente puede socavar la democracia”, sostuvo Ginsburg.
Por esta razón, la mayoría de los países que copiaron el modelo estadounidense impusieron restricciones a la reelección. En México, Uruguay, Chile, Paraguay, Perú, Colombia, Costa Rica, El Salvador y Guatemala, por ejemplo, no se admiten dos mandatos consecutivos. En Argentina y en Brasil es como en Estados Unidos, pero con la diferencia de que los ex presidentes con ocho años de gobierno pueden volver a intentarlo tras pasar cuatro años fuera del poder.
Pero también hay excepciones en el mundo. Teodoro Obiang Nguema Mbasogo es presidente de Guinea Ecuatorial desde el 3 de agosto de 1979. Como la reelección es indefinida, pasó por numerosos comicios en estas cuatro décadas. Los últimos fueron en abril de 2016, y se impuso con el 93,7% de los votos. Claro que la oposición frontal al gobierno está prohibida y, junto a las privaciones materiales, hay serias limitaciones a las libertades civiles y políticas.
Camerún, Uganda, Sudán, Chad, la República del Congo y Argelia son algunos de los países africanos en los que no hay restricciones para los presidentes. También hay varios ejemplos en Asia Central, como Kazajistán, Uzbekistán, Turkmenistán y Tayikistán. Y en Europa está el caso de Bielorrusia, donde Aleksandr Lukashenko gobierna desde hace 25 años.
Recientemente se sumaron dos casos en América Latina. Venezuela habilitó la reelección presidencial en 2009 y Nicaragua en 2014. En Bolivia, Evo Morales la había conseguido de hecho, al extraerle un fallo al Tribunal Constitucional que calificó como violatoria de los derechos humanos la norma constitucional que le impedía volver a ser candidato a presidente por acumulación de mandatos.
“En Estados Unidos, los principales candidatos nunca pudieron dominar personalmente a sus partidos de la manera en que lo hacen los líderes de otros países —dijo Samuels—. El fuerte federalismo y la verdadera separación de poderes protegen los feudos políticos de senadores y gobernadores, normalmente precandidatos a la presidencia. Esto significa que cuando un mandatario ha gobernado sentado durante dos períodos, hay muchos políticos deseosos de empujarlo hacia ‘pastos más verdes’, por así decirlo. En contraste, las poderosas presidencias de América Latina y de África dificultan que los aspirantes creíbles protejan su poder de la invasión de un presidente en ejercicio. Esto permite a los mandatarios contemplar la posibilidad de postularse perpetuamente, ya que a menudo han debilitado a todos y cada uno de sus posibles rivales”.
Como se ve, hay países con regímenes presidencialistas y reelección indefinida en diferentes regiones del planeta. Tienen historias y culturas muy diferentes. Pero comparten un rasgo común: el autoritarismo y la ausencia de competencia política.
“El cumplimiento de la ley es algo misterioso. A menudo, hay muy pocos mecanismos para forzar su acatamiento. Más bien hay un círculo vicioso, o virtuoso, de cumplimiento. La tradición, norma y práctica de respetar o eludir el límite de los mandatos es un círculo virtuoso aquí, y quizás un círculo vicioso en América Latina. En mi opinión, lo que se necesita es que forme parte del núcleo inamovible de la Constitución”, concluyó Elkins.
Con Información de Infobae
La diferencia entre SU democracia y la nuestra, es que las instituciones están formadas por profesionales en su mayoría y CUMPLEN con las leyes establecidas. Estas leyes creadas pensando en el bien común y no en la de unos pocos como en nuestro país.
El mejor ejemplo es el actual juicio político a uno de los peores presidentes de su historia. A pesar de el poder del Ejecutivo, las instituciones funcionan y los miembros de estas, tienen la ética y el valor de denunciar la corrupción del Ejecutivo.
El Estado salvadoreño esta a Años Luz de ser una democracia que funcione. En los ultimos 30 años la corrupción es RAMPANTE y nuestros LIDERES dejan mucho que desear. Los tristes mas tristes del mundo, mis compatriotas…mis hermanos,
QUE SE ME HACE QUE A BERNNY SANDER LE QUIEREN HACER LA MISMA JUGADA DE LA DEL 16, PASADO. PERO HOY QUIEN SERA.?