Hay un pasaje mitológico según el cual Atlas, enojado, habría dejado caer de sus hombros la esfera celeste para asestarle una patada al molesto fardo que estaba condenado a cargar eternamente. El talón habría dado en Capricornio para después rebotar en sus propias hijas, las Pléyades.
Desde entonces —se apunta la inconcebible cifra de 100.000 millones de años— el cúmulo estelar de las siete hermanas no ha cesado de emitir sus sinfonías luminosas al torturado planeta azul, recordándole su vulnerabilidad y su cercana autodestrucción, que podría ocurrir a la velocidad relativa de unos pocos cientos de años, la microdécima del instante que tardó el titán portador en golpear el balón.
La historia de cómo el berrinche de un Ronaldo furioso provocó las distancias entre las Pléyades — un precioso movimiento de bolas de billar— recuerda otra sororidad, esta vez científica, que no brilló por sí misma sino que hizo resplandecer a otros astros y acabó semienterrada en los pies de página de la historia.
Eran las primeras décadas del siglo XX, en la Costa Este norteamericana, y en un escenario de privilegio donde transcurrieron las modestas vidas de una hermandad de matemáticas y físicas teóricas.
Mientras los hombres se dedicaban a hacer la guerra y a grabar sus nombres en las lápidas o en los halls de los centros del saber, en una vieja oficina del departamento de Astrofísica de la Universidad de Harvard, un grupo de seis rocket women (mujeres cohete) diseñaban los mapas celestes y catalogaban las estrellas como si estuvieran clasificando los granos de arena de todas las playas del mundo.
Las llamaban las computadoras, aunque los más chismosos se referían a ellas como el “harén de Edward Charles Pickering”, que era el mandamás del departamento, cuyo observatorio astronómico, por cierto, se financió gracias a la donación de la viuda del químico Henry Draper, famoso por sus experimentos fotográficos de nebulosas.
La líder del grupo, Annie Jump Cannon, era un ordenador viviente, y aunque vivía encerrada en el metro cuadrado de su cuerpo, su mente era una luciérnaga bailando sobre la nebulosa de su enorme moño. Estaba sorda como una tapia, si bien su aislamiento le procuró concentración para poder reclutar un cuarto de millón de estrellas y descubrir su arco espectral.
Otra lumbrera, Henrietta Swan Leavitt, también corta de oído, inventó la fórmula para calcular el tamaño del universo y las distancias entre estrellas a partir de placas de vidrio fotográficas. Pronto se sumó la séptima y más brillante computadora, la perspicaz Cecilia Payne, quien lograría determinar la naturaleza de los cuerpos celestes, convirtiéndose así en la precursora de la astrofísica moderna.
Su inesperada aserción sobre la química estelar sirvió también para unir el universo real y el celuloide, con su versión femenina del rey de la cáscara de nuez de Hamlet: “Somos polvo de estrellas”. Bien, no fue esta exactamente su frase, pero sin Payne no habría salido de los labios del astrónomo Harlow Shapley (1929), primero, ni del científico-divulgador Carl Sagan, décadas después.
Si la bardolatría hizo de Shakespeare un escritor divino, las rocket women de Harvard inspiran a muchas creadoras en el ámbito de las artes visuales. A lo largo de estos últimos meses, los museos han programado como nunca exposiciones de artistas que han interpretado las conquistas de las mujeres en los muchos campos de la investigación científica considerados, aún hoy, masculinos.
La exposición Drawn by the Pulse, de Rosa Barba (Agrigento, 1972), en Tabakalera, San Sebastián, era un homenaje a las pioneras de la astrofísica. Sus esculturas fílmicas, rodadas en 25 milímetros en aquel mismo Observatorio Astronómico de Harvard, se basan en el parpadeo de las estrellas variables y en las placas fotográficas de Leavitt: “Estaba intrigada acerca de cómo las estrellas funcionan como un proyector de películas y cómo estas científicas trabajaban como cineastas”.
Como Palomar, el personaje de Italo Calvino, la artista italiana piensa que la observación de las estrellas transmite un saber inestable y contradictorio, al revés de lo que solían extraer los antiguos. Y se pregunta “si es porque su relación con el cielo es intermitente y agitada y no una serena costumbre”.
Suena a un verso de Emily Dickinson, y a lo mejor lo es. Por cierto, fue en la ciudad natal de esta poeta norteamericana, Amherst (Massachusetts), donde una contemporánea suya, Orra White Hitchcock (1796-1863), desarrolló su carrera como artista botánica e ilustradora de las obras científicas de su marido, Edward Hitchcock.
El American Folk Art Museum de Nueva York exhibió el pasado otoño Charing the Divine Plan, con sus dibujos de secciones geológicas transversales plenos de honestidad y fantasía —los dolomitas, los géiseres islandeses—, bestias prehistóricas, fósiles y demás material geek.
Regina de Miguel (Málaga, 1977), que acaba de cerrar su muestra en el C3A de Córdoba, plantea muy imaginativamente la conexión entre ciencia, política y feminismo. Y Channa Horwitz (Los Ángeles, 1932-1913), en el Musac, codifica ritmos en cuadrículas (sonakimatografías) y dibujos performáticos (Storm Women). “La estructura”, solía decir en la misma corriente alterna que Hanne Darvoben, “es la base de la libertad”.
La norteamericana Berenice Abbott (1890-1991) —a partir del 19 de febrero en la Fundación Mapfre— consideraba la imagen “un texto para ser leído”, pues es “la única forma de documentar lo sensible”. En el meridiano de su larga vida, centró su práctica fotográfica en la ciencia (se encargó de la edición de la revista Science Illustrated) y en inventar todo tipo de artilugios para mejorar la iluminación fotográfica.
A petición del MIT (Massachusetts Institute of Technology), publicó una docena de libros de fotografía científica dirigidos a las escuelas, que servirían para mejorar la enseñanza de la física y atraer la atención de las niñas. Fue su forma de cerrar el círculo en el implosivo entorno de Harvard, y un homenaje a la hermandad del sol y sus oscuros —por infinitos— despachos desde donde aún hoy nos llegan destellos.