Aceptar los hijos como regalos del cielo, expresarles ternura, compartir sonrisas, ser maestro, alumno, guía y compañero. Ser un gigante para protegerlos y un niño para jugar.
Prepararlos para la aventura maravillosa de la vida, con sus medallas y derrotas, con sus dolores y rosas. Ser la palabra de aliento, la mano extendida, el abrazo que reconforta, el amigo incondicional.
Aprender a dar sin espera a cambio, sacrificar los intereses propios por su bienestar, respetarlos y animarlos a conquistar sus metas, motivarlos para darle color a sus sueños.
Tener un mal día: sentirse enojado, frustrado y triste; y aun así trasmitir paz, aprobación y alegría; orientar con el ejemplo más que con palabras. Enseñarles a sonreír ante la adversidad.
Formar seres humanos felices, seguros, realizados. Saber sembrarles cariño para verlos florecer en el amor propio. Ser paciente, apoyarles, cambiar la crítica destructiva por la aprobación. Dejarles saber cuánto los amamos.
Entender que traer un hijo al mundo es un privilegio y una responsabilidad. Comprender que es una de las relaciones más permanentes porque finalizará hasta que uno de los dos deje el plano terrenal.
Ayudarles a encontrar su propio camino, edificar junto a ellos confianza en sí mismos; darles oportunidades para crecer en un ambiente de amor. Brindarles tiempo de calidad.
Ofrecerles una vida mejor a la que tuvimos. Ser para ellos ejemplo de perseverancia, superación e integridad. Hacer lo posible para que con sus corazones, su alma y mente puedan expresar: te amo papá.
*Dedicado a los padres salvadoreños
Por: Alejo Carbajal
Nunca he sido dado a sentir orgullos, como tanto se pregona. Creo que lo orgullos provienen del ego, y creo que no debemos permitir que este se haga grande. El ego es tremendamente sutil y traicinero, se da incluso en muchos creyentes que consideran que ya alcanzaron la santidad. Aprevecho para felicitar a mis hijos, no tengo nada que reprocharles, los amo.