La agitación y el movimiento son propios de la infancia y no tienen, en ellos mismos, nada de patológico. Responden a la necesidad del niño y de la niña de resolver algunas dudas e inquietudes normales de cualquier desarrollo. Preguntas del tipo: ¿qué lugar tengo yo en ésta familia? ¿Qué soy, como hijo, en el deseo de mis padres? ¿Perderé su amor si les fallo o me confronto a ellos? ¿Por qué prefieren a mi hermano/a?
Pueden hacer ustedes mismos la prueba. Vayan a Google y tecleen frases como: “por qué mi madre….” o “mis padres…” y descubrirán el tipo de búsquedas e inquietudes de niños y adolescentes.
Eso nos da la pista de qué los agita, y cuando sus recursos simbólicos (lenguaje y palabra) son precarios, sea por la edad u por otras razones, siempre les queda el paso al acto, “hablar con el cuerpo” para encontrar alguna respuesta o al menos tranquilizarse.
En una sociedad hiperactiva como la nuestra, donde la cultura del zapping es, además, la referencia básica en el acceso a la información, sería extraño que ese rasgo de “hiperactividad” no formase parte del paisaje de la infancia. Que no fuese, en cierto modo, un estilo de vida.
Otra cosa es lo que nosotros, como adultos, estamos dispuestos a tolerar de ese movimiento, a veces hiperacelerado por nuestra propia intrusión, al llenarles de gadgets desde el nacimiento mismo. Hoy, el 50% de los británicos menores de 2 años tienen una tablet propia y el 95% de los adolescentes en nuestro país tienen un smartphone desde los 13 años. Los padres se quejan a menudo del tiempo que sus hijos dedican a esta nueva realidad digital, pero ¿no sería bueno también preguntarse por qué lo hacen, qué suponen esos objetos en las infancias y adolescencias del siglo XXI?
¿La escuela, por otra parte, cómo trata esa agitación y esa movilidad? ¿Ha cambiado sustancialmente su modo de hacer y su régimen de aulas, propias del siglo XIX? Parece que le queda mucho trabajo por hacer y que los proyectos de renovación educativa que están en marcha, y que parecen serios, no han dudado en incorporar la movilidad como una oportunidad de aprendizaje y no como una conducta perturbadora a eliminar.
Por supuesto que hay agitaciones problemáticas que nos hablan de niños y adolescentes que sufren y ponen en riesgo su formación e incluso sus vidas. Allí es donde debemos poner nuestros esfuerzos clínicos y, cuando sea necesario, recurrir a la medicación. No son, desde luego, las cifras cuasi epidémicas de las que hablan muchas agencias sanitarias, y que han llevado a organismos como Unicef a advertir del abuso que se produce en el sobre diagnóstico y en la sobre medicación.
Todo ello por querer ignorar que a fecha de hoy no tenemos evidencias científicas de que eso que llamamos TDAH sea algo rigurosamente establecido desde el punto de vista científico. Ni marcadores biológicos ni evidencias genéticas (Cortese, 2012, Thapary Cooper, 2016, Gallo y Posner, 2016). Dejando aparte que el Ministerio de Sanidad y otros organismos de prestigio como el NICE (Instituto Nacional de Salud y Excelencia Clínica del Reino Unido) han señalado el poco consenso existente entre investigadores y clínicos acerca de la fiabilidad del diagnóstico.
Dos botones de muestra: si ustedes hacen el diagnóstico con el manual DSM (Asociación Americana de Psiquiatría) obtendrán el doble de casos que si lo hacen con el CIE (OMS), y si su hijo nació en el último trimestre del año tendrá muchas más probabilidades de ser diagnosticado de TDAH que si nació en enero.
Estamos de acuerdo que sería un alivio poder reducir todo este embrollo a una cuestión objetiva y localizada en el cerebro o el cuerpo, como cualquier enfermedad, pero lo subjetivo insiste. El psicoanalista Jacques Lacan nos advertía, ya en 1946, de que los riesgos futuros no vendrían de la indocilidad de las personas sino de la pasión por etiquetar y reducir las complejidades humanas a categorías simples.
Ofrecerse hoy como interlocutores de los niños y niñas y de los adolescentes, en tanto madres, padres o adultos simplemente, exige no reducirlos a un acrónimo ni a un supuesto déficit cerebral. Un paciente joven me explica que “es un TDAH” pero que le encanta mezclar música y me pregunta si me puede enseñar una de sus “obras”. Le digo que sí y durante unos meses me enseña cómo hacer, con esas piezas sueltas de música que encuentra en Internet, algo que le requiere mucha atención y que muestra luego, con orgullo, a su entorno más próximo. El profesor, que ama la música y no duda en hablarles de ello, dice que está más tranquilo y que le ha pedido si podrían hacer un taller de mezclas en clase. Sus compañeros están encantados.