A fines de noviembre de 2013 en una misa celebrada en la Plaza de San Pedro, el papa Jorge Bergoglio, proclamado Francisco, mostró un relicario de bronce con nueve fragmentos de huesos a la multitud que se había reunido para participar de la clausura del Año de la Fe. La caja que contenía la extraña pieza de joyería permaneció abierta durante toda la celebración y cuando terminó la lectura del evangelio el pontífice la sostuvo con los brazos en alto en señal de adoración. No era para menos, esos nueve fragmentos de huesos pertenecían a Pedro, el discípulo de Jesús, el hombre crucificado bocabajo por Nerón en Roma algún día entre los años 64 y 70 y al que la Iglesia Católica erigió como su primer Papa.
Durante siglos nadie supo con certeza donde fue enterrado Pedro después de su dolorosa ejecución hasta que el 31 de enero de 1949, otro pontífice, Eugenio Pacelli, consagrado como Pío XII, anunció al mundo que los restos del apóstol habían sido encontrados. Años después, el papa Paulo VI ordenó forjar el relicario con sus huesos, pero hasta que Francisco lo exhibió en la Plaza de San Pedro nunca había sido mostrado en público y permanecía celosamente guardado en la capilla privada del Palacio Apostólico.
El cofre que contenía -y contiene hasta hoy- el relicario también fue construido a pedido del papa Montini, Paulo VI, quien ordenó que llevara una inscripción en latín donde se puede leer: “Los huesos hallados en el hipogeo de la Basílica vaticana que se considera que son del beato Pedro Apóstol”. Es decir que, si se toma al pie de la letra la inscripción, Paulo VI no estaba tan seguro como Pío XII de la autenticidad de los restos. Aunque, claro, como el cofre con el relicario estaba guardado en la capilla privada casi nadie podía leer lo que decía.
Si esos huesos pertenecieron realmente a San Pedro, sigue siendo objeto de un debate que posiblemente nunca se resuelva, pero la historia del hallazgo es tan fascinante que merece ser contada.
Un derrumbe providencial
Todo comenzó a mediados de 1939, cuando Eugenio María Giuseppe Giovanni Pacelli llevaba pocos meses reinando en El Vaticano como Pío XII. Por esos días, un derrumbe accidental puso al descubierto una antigua morgue romana bajo el suelo de las cuevas del subsuelo de la Basílica de San Pedro. Erudito y conocedor como pocos de la historia de la Iglesia, el pontífice había leído un antiguo documento guardado en la Biblioteca del Vaticano, llamado el Libro de los Papas, que describía el lugar del entierro de Simón, el hombre al que Jesús -según el Evangelio de Mateo- le dijo: “Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella”.
Pacelli -el papa número 260 de la Iglesia- llegó a la conclusión de que el lugar descripto en el Libro de los Papas como de la tumba original de San Pedro podía estar muy cerca de donde se había producido el derrumbe. Si ese accidente al principio mismo de su papado era una señal divina, no podía estar seguro, pero tomó una decisión: en el mayor de los secretos ordenó realizar excavaciones en el lugar para buscar los restos del discípulo de Jesús.
Los trabajos arqueológicos supervisados por monseñor Ludwig Kass duraron diez años y permitieron descubrir un viejo cementerio que coincidía con los restos del Circo de Nerón, que se sabía que había funcionado en la colina donde luego se levantaría El Vaticano. Si lo que se sabía sobre el entierro del discípulo de Jesús era cierto, ese hallazgo podía ser clave para encontrar los restos de Simón Pedro.
Según la historia, el cadáver del santo fue colocado en una tumba excavada en la tierra, no lejos del lugar de su martirio: el circo de Nerón, los suntuosos jardines donde el emperador infligía innumerables torturas a los cristianos y donde Pedro había sido ejecutados. Al principio la tumba estuvo señalada por un pequeño templete, llamado Trofeo de Cayo, donde muchos años después el emperador Constantino hizo construir un monumento -un paralelepípedo de tres metros de altura en mármol y pórfido- en su honor.
Con el paso del tiempo, los restos -si realmente estaban allí- habían ido quedando debajo de varias capas. Una de ellas era la basílica que se terminó de construir en 320, diseñada para que la tumba original del santo quedara exactamente debajo del altar mayor. A lo largo de los siglos y la sucesión de emperadores y Papas, la supuesta tumba de San Pedro había ido quedando debajo de altares cada vez más suntuosos, que solamente las excavaciones arqueológicas ordenadas por Pío XII fueron revelando: luego del monumento de Constantino, vino el de Gregorio Magno, a su vez encerrado en el altar construido por Calixto II. El último de todos fue el altar que hizo levantar Clemente VIII en 1594, ya dentro de la actual Basílica de San Pedro, que había hecho reconstruir el papa Julio II.
Una tumba vacía
Durante las excavaciones dirigidas por monseñor Kaas se desenterraron muchas tumbas paganas y estatuas, hasta que finalmente halló una tumba decorada con imágenes cristianas. Los arqueólogos a sus órdenes también encontraron los sucesivos altares y, por último, un muro pintado de rojo contra el que se había erigido el monumento funerario, el Trofeo de Gayo. Allí, en una pared, se podía leer una inscripción incompleta en griego, de antes del Siglo IV: “ΠΕΤΡ ΕΝΙ”, que fue descifrada por la epigrafista y arqueóloga italiana Margherita Guarducci: “Pedro está aquí”. Había también otra inscripción que tradujo como: “Cerca de Pedro”.
Debajo de la primera de las inscripciones encontraron una tumba, pero al abrirla comprobaron que estaba vacía. Si allí había sido enterrado San Pedro, ¿dónde estaban sus restos? Alrededor de ella había otras tumbas humildes, a veces superpuestas, pero sin que ninguna de ellas tocara la central, que evidentemente presidía el lugar.
Todo parecía indicar que la búsqueda de los restos del apóstol había fracasado, pero entonces Margherita Guarducci, que en ese momento estaba a cargo de la investigación, descubrió que monseñor Kass no había sido del todo cuidadoso en su supervisión. Por lo propios trabajadores que colaboraban con él supo que habían encontrado también un nicho excavado en la pared y revestido con mármol. Le dijeron que ahí sí había huesos humanos, pero que ya no estaban. Porque monseñor Kass había ordenado sacarlos.
La arqueóloga pidió que le indicaran donde estaban guardados esos huesos para poder estudiarlos. Al esqueleto le faltaban los pies, una característica que podía indicar que los huesos pertenecían a alguien que había sido crucificado bocabajo. Los huesos estaban coloreados de rojo por haber estado envueltos en un paño de púrpura y oro, un recurso utilizado en la época para los muertos más venerados. Los restos eran todos de la misma persona, de edad avanzada y que habría vivido en el siglo I. Además, al compararla, se comprobó que la tierra adherida a los restos era la misma que la de la tumba vacía. La deducción de Guarducci fue que, cuando Constantino hizo construir la primera basílica, los huesos fueron desenterrados, envueltos en el paño y trasladados al nicho donde finalmente se los encontró.
El anuncio y los cuestionamientos
Sobre la base del informe que le presentó Margherita Guarducci, el 31 de enero de 1949 el papa Pío XII anunció al mundo que habían sido hallados los restos de San Pedro. Fue solo un anuncio, porque nunca los mostró. Así y todo, la noticia causó conmoción en la grey católica, aunque no fueron pocos los estudiosos que pusieron en duda su autenticidad. Sí, los huesos estaban ahí, pero nadie podía garantizar que pertenecieran a San Pedro. Además, junto a ellos también se habían hallado otros restos óseos, pertenecientes a un animal pequeño, posiblemente un ratón.
El Vaticano ordenó entonces un nuevo estudio de los huesos, que fue encargado al catedrático de Antropología de la Universidad de Palermo Venerato Correnti. El científico se tomó su tiempo y trabajó a conciencia. Recién en 1968 presentó un informe final que prácticamente confirmaba la hipótesis de Guarducci. Decía: “Los huesos del animal prácticamente están limpios a diferencia de los restos humanos, pues ellos tienen tierra que luego de estudiada son de la tumba que estaba abierta y vacía y la cual identificaron como de San Pedro. Por otro lado, todas las tumbas junto a este hallazgo tienen otra clase de tierra. Los huesos (humanos) tienen un color rojo provenientes del paño dorado y púrpura en que fue envuelto, también, aparte de tela (púrpura), hay restos de hilos de oro, lo que lleva a pensar que ésta sería una persona venerada, posiblemente los huesos se retiraron de la tumba original para ‘guardarlos’ en el nicho y así quedar protegidos, pues el nicho estaba intacto desde Constantino hasta el hallazgo”. Y concluía: “Estos huesos encontrados pertenecen a la misma persona, un ser robusto, de sexo varón, con avanzada edad (posiblemente setenta años) y del primer siglo”.
Cuando Correnti dio su dictamen, Pío XII llevaba diez años muerto y, después del breve papado de Juan XXIII, Giovanni Battista Enrico Antonio Maria Montini, con el nombre de Paulo VI, ocupaba el trono de San Pedro en Ciudad del Vaticano. Fue él quien el 26 de junio de 1968 confirmó la autenticidad de los restos. “Hemos llegado al final. Hemos encontrado los huesos de San Pedro identificados científicamente por especialistas”, dijo.
Sin embargo, a la hora de encargar el relicario de bronce con la incrustación de los nueve fragmentos de esos huesos y el cofre donde quedaría guardado Paulo VI no fue tan terminante y ordenó esa inscripción en latín que deja lugar para las dudas al decir que “se considera que son los del Beato Pedro Apóstol”. Además, durante su papado nunca mostró el relicario ni el cofre, como tampoco lo hicieron después sus sucesores Juan Pablo I, Juan Pablo II y Benedicto XVI.
Recién el domingo 24 de noviembre de 2013 -un año y medio después de haber iniciado su pontificado- el argentino Jorge Bergoglio, el papa Francisco, tomó la decisión de sacarlos de las sombras para mostrárselos a la multitud que participaba de la misa oficiada en la Plaza de San Pedro.