El origen se le atribuye a una carta enviada por Albert Einstein a Franklin D. Roosevelt en agosto de 1939. Hablaba de una nueva bomba, extremadamente poderosa, desconocida. La capacidad de destrucción de esa bomba era inimaginable. En manos de Adolf Hitler podía ser muy peligrosa.
Roosevelt, tras leer la carta, puso en marcha el Proyecto Manhattan, con seis mil dólares de capital inicial. La clave estaba en la fisión nuclear. Los científicos estadounidenses tardaron dos años en convencerse de la posibilidad de crear un arma atómica. Comunicado el dictamen al presidente Roosevelt, éste le asignó al proyecto un presupuesto considerable.
Se reclutaron científicos y técnicos de todo el mundo. Varios premios Nobel integraban la lista. En la dirección científica del Proyecto Manhattan fue nombrado Robert Oppenheimer. El 2 de diciembre de 1942, el italiano Enrico Fermi dividió un átomo de uranio y liberó neutrones, los cuales, a su vez, pueden dividirse en más átomos de uranio: la reacción en cadena. Ese fue el primer gran logro. De ahí en adelante, los científicos fueron resolviendo los diversos problemas que presentaba la creación de la bomba.
El presupuesto se incrementaba. Todos los recursos para crear la «súper-bomba». En Los Alamos fundaron una ciudad en miniatura para los 6 mil científicos y técnicos (y sus familias) que trabajaban en el proyecto. El principal motivo de la elección del lugar era claro: la seguridad. La lejanía de Los Alamos de otras poblaciones impedía filtraciones de la información y si existía algún accidente nuclear nadie más se vería afectado. El dinero recayó con constancia en las arcas del Proyecto Manhattan. A comienzos de 1945, Roosevelt ya llevaba gastados 2 mil millones de dólares en su arma secreta.
Pero la carrera de la bomba atómica no era sólo científica. Alemania tambaleaba en Europa, para cuando en 1944 los servicios de inteligencia norteamericanos tuvieron la certeza que los físicos de Hitler no estaban construyendo la bomba atómica. La información se filtró en Los Alamos. Las discusiones entre los físicos versaban sobre si debían continuar con el proyecto o no, dada la nueva situación. El poder político desoyó estas objeciones y ordenó seguir adelante.
La comandancia militar constituyó el cuerpo 509, al mando de Paul Tibbets, quien reclutó a los mejores hombres de las fuerzas armadas norteamericanas para su nueva unidad. Ellos iban a ser los encargados de arrojar la bomba atómica.
El Proyecto Manhattan era confidencial. Muy poca gente sabía de él. Roosevelt y unos pocos más. Dentro de los que no sabían estaba Harry S. Truman, vicepresidente de Roosevelt, y presidente de Estados Unidos a la muerte de éste. A los pocos días de asumir la primera magistratura le informaron de la existencia de Los Alamos y de su producción.
Con Alemania derrotada y Japón muy debilitada, muchos de los implicados expresaron su reticencia al uso de la bomba, dado su poder destructor. Ellos trabajaban en oposición a Hitler. Se había disipado el temor a que él dispusiera la bomba antes que ellos y sojuzgará al mundo. Se tenía la certeza de que Japón no contaba ni con los recursos humanos ni científicos para crear un arma similar. Se sugirió un plan alternativo. Convocar científicos japoneses y veedores imparciales para hacerles una demostración en algún punto despoblado. Esa demostración debía tener, sostenían, la suficiente fuerza persuasiva para obtener la rendición japonesa. La idea no tuvo aceptación.
De todos modos, la prueba se hizo. Fue el 16 de julio de 1945. Fue en Alamogordo, Nueva México. Robert Oppenheimer, otros científicos y mandos militares se ubicaron a 9 kilómetros del lugar en el que la bomba haría impacto. La explosión los sobrecogió. Por unos segundos quedaron cegados. El estruendo fue aterrador.
El hongo de tierra y fuego se elevó hasta el cielo. Nadie había visto nunca algo similar. Algunos pensaron que la bomba había penetrado la corteza de la Tierra.
Oppenheimer comenzó a hablar en voz alta. Los demás tardaron unos segundos en entender lo que decía. Estaba recitando un fragmento del libro sagrado de los hindúes, el Bhagavad-Gita: «El Todopoderoso abrió las puertas del cielo y la luz de mil soles cantó a coro:/ Yo soy la Muerte,/ el fin de todos los tiempos». Esas líneas, que algunos dicen que en realidad fueron recordadas por Oppenheimer muchos años después del lanzamiento de la bomba atómica, encierran el dilema ético con el que convivió el científico a lo largo de su vida.
Su hermano Frank, también científico, recordó que Robert había tenido una reacción menos poética y más prosaica. Al ver la impactante explosión habría gritado, con entusiasmo: «¡Funcionó!». Es comprensible. Años dedicados exclusivamente a esa obra, la gente a su cargo, la guerra, la carrera para fabricar la bomba antes que los nazis, las presiones y el desafío científico… Toda la física de los últimos 300 años convergía en ese momento. Era para ellos una hazaña científica. El desafío había sido superado.
Albert Einstein escribió otra carta al presidente de Estados Unidos, 6 años después de la primera: «Toda posible ventaja militar que Estados Unidos pudiese conseguir con las armas nucleares quedará totalmente oscurecida por las pérdidas psicológicas y políticas, así como por los daños causados al prestigio del país. Podría incluso provocar una carrera armamentística mundial».
A esta carta, a diferencia de la primera, no le hicieron caso. En poco más de un lustro, parecía, Einstein había perdido todo su poder de persuasión.
Al día siguiente de la prueba en Alamogordo, la bomba fue embarcada en el crucero de guerra Indianápolis (fue hundido en su viaje de regreso de Tinian; falleció un 75% de su tripulación). Debía transportarla hasta Tinian, la base norteamericana más importante del Pacífico. Allí sería cargada en el B- 29 de Tibbets, al que éste había bautizado Enola Gay, el nombre de su madre.
La bomba sobre Hiroshima
Hasta último momento no se había decidido sobre qué ciudad el Enola Gay lanzaría su carga mortífera. Había cuatro posibilidades: Kokura, Hiroshima, Niigata y Kyoto. La primera opción había sido Kyoto.
Las ciudades debían poseer un requisito indispensable para integrar esta lista. No haber sufrido antes bombardeo alguno. Debía quedar en evidencia el colosal poder destructor de la nueva bomba, sin que existiera duda alguna. Ciudades impolutas para sucumbir bajo su poder. Que ningún otro se atribuyera el mérito de hacer desaparecer una ciudad.
Hiroshima no había recibido bombardeos en toda la guerra. Sólo una pasada de dos aviones que habían dejado caer una bomba cada uno. La primera cayó al agua; la segunda produjo dos muertos. Los habitantes de Hiroshima se consideraban afortunados. Por la ciudad circulaban los más disparatados rumores sobre las causas de esa inmunidad. Desde que una vez acabada la guerra, los norteamericanos instalarían allí sus fuerzas hasta que la madre del presidente había visitado Japón en su juventud y había quedado prendada por la belleza de esa pequeña ciudad.
Las autoridades militares de Hiroshima descreían de estas supersticiones. Sabían que si la guerra se prolongaba, caerían bajo las generales de la ley: serían atacados con bombas incendiarias, la novedad introducida desde los ataques aéreos a Tokio. El napalm: ideal para destruir las ciudades japonesas, abundantes en papel y madera. El temor principal era la propagación del fuego. Ordenaron construir caminos cortafuegos. Para eso debían derribar numerosas casas. La abnegación japonesa salió, una vez más, a la luz. Nadie se opuso. La gente perdía sus viviendas en miras al bien común. Cada mañana miles de alumnas secundarias recogían los escombros de las veredas y las despejaban.
En la madrugada del 6 de agosto, un avión sobrevoló el cielo de Hiroshima. Sonó, como casi todas las madrugadas del último mes, la alarma antiaérea. Nadie se preocupó en demasía. Era un B-san (Señor B), como los japoneses llamaban a los B-29. Sólo uno. Pero ese B-29 no era uno más. Era el Straight Flush comandado por Claude Eatherly, integrante del cuerpo 509.
Eatherly debía hacer la ruta que sólo una hora después haría el Enola Gay y comprobar las condiciones metereológicas. Desde el cielo, la ciudad se veía con prístina claridad. Eso informó Eatherly.
El Enola Gay continuó su marcha con confiada tranquilidad. Little Boy (el nombre con el que habían apodado a la bomba atómica) esperaba ser lanzada. Una hora después el Enola Gay ya sobrevolaba Hiroshima.
Sesenta segundos después comenzaba la era atómica. Con la muerte instantánea de más de cien mil personas. Cien mil muertos en nueve segundos. El setenta por ciento de las viviendas absolutamente destruidas. Sesenta mil heridos de gravedad. La gran mayoría de ellos murió en los días y meses subsiguientes como consecuencia de la explosión atómica.
Nada quedó con vida a un kilómetro y medio a la redonda del epicentro de la explosión. Ni siquiera vestigios. Todo se evaporó. Todo quedó convertido en polvo radiactivo. Las personas se desintegraron. No quedaron restos que identificar. Sopladas por la onda expansiva, la imagen de alguien quedó grabada en el pavimento agrietado. La bomba atómica iguala a las cosas con los seres humanos: lo (mucho) que queda a su alcance reducido a la nada.
Los sobrevivientes se olvidaron de sus pertenencias, de sus casas derruidas. Buscaban infructuosamente a sus familiares. A los que encontraban con vida, después de remover trabajosamente los escombros, les tendían la mano para extraerlos de las ruinas. La operación se complicaba. La piel de los brazos se les desprendía como la cáscara de una mandarina. Las quemaduras eran atroces. Presentaban también una mutación alarmante: en pocas horas pasaban del amarillo al rojo para terminar negras, supurantes y hediondas.
Casi todos los centros de atención médica de la ciudad quedaron inutilizados. Sólo un diez por ciento de los médicos estuvieron en condiciones de atender pacientes, la fila más larga de pacientes de la historia de la humanidad.
Portense muy bien y encomiendensen al Todopoderoso, estamos en un momento critico adonde cualquiera puede zampar la pata.