Por: Julio Rodríguez
Ella iba cargando un canasto repleto de bananos sobre su cabeza, sosteniéndolo con un antebrazo y el otro completamente extendido tomándolo de la mano, caminaron juntos por las calles de la capital que hervía de gente. Ninguno quería soltarse, porque un gran amor había nacido entre dos seres humanos.
Su existencia no puede ser una sombra que se pierde en la penumbra del tiempo y el recuerdo, sino una infaltable presencia en la vida de un hombre que fundamenta la guía de su destino en el acicate que representa la mujer en su vida que Dios le dio.
Cuando cargaba el canasto esa mañana de un día de verano, en el mes de julio de 1973, el sudor inundaba su rostro y los rayos del sol encendían un vivaz color rojo que, combinado con los gestos de fuerza por el peso, mostraban una desafiante mirada a la vida como diciendo: “Aquí voy a tu encuentro sin temor a nada”. Carácter de una mujer que sabe del hombre que lleva a su lado.
Al que le entregó su amor, momentos interminablemente cortos de cariño, breves platicas de consejos y proyectos futuros a los que, como suele ocurrir, quizá no llegarían a disfrutarlos juntos, pues nunca se sabe el final de las historias que las artes de amar desmedidamente con locura nos dejan, porque a veces amamos como si el tiempo se fuese a terminar pronto.
Ese hombre guarda muy pocos recuerdos de cuando Dios decidió unir sus dos vidas. Es que son tan difusos que parecen imágenes sacadas de relato un surrealista. Para ella eran días de vino y rosa, tiempos de juventud y búsqueda por encontrarse con consigo misma, como cuando las almas libres parecen volar hasta encontrar la paz, porque tienen una misión, un tiempo y trascienden su existencia.
Una noche estrellada y particularmente caliente del mes de julio de 1974, sería el escenario de un fatídico verano. Él no estaba con ella y tampoco podría haberla defendido de una confusa e inapropiada discusión, en la que un joven – que con el tiempo se convertiría en un connotado delincuente – sin indagar argumento alguno, apagaría el brillo del tesoro que le pertenecía al hombre que aquel día soleado, un año antes, tomaba su mano mientras ella cargaba un canasto lleno de bananos.
Aquella noche veraniega su corazón de madre se vació en pétalos de amor. El hombre dueño de esa rosa sin vida era su hijo, un pequeño de solo seis años que se quedaba huérfano de madre. Una joven mamá de 23 años, que cerró sus ojos, a lo mejor, para seguir soñando con el amor de su vida.
A la noche siguiente el vástago solo percibió algo extrañamente solitario en su ser. Un féretro ocupaba la sala del humilde hogar de su abuela, protectora y garantía de relevar a su joven hija.
El desengaño, la separación, el divorcio, la enfermedad, los escases materiales o la muerte suelen ser circunstancias que pretenden boicotear ese compromiso de madres, al que muy pocas renuncian. Los hijos lo saben, lo sienten y reaccionan cuando la vida de dos se forja en la oscura celda del vientre maternal que va más allá de la complicidad.
Las madres son eso, grandes amores que no mueren y sí se van para siempre, se encargan de buscar un relevo digno de heredar el fruto de sus vientres. Ese hombre ha crecido, actualmente es un profesional, se inspira en la mujer que desafió al mundo y que tomó su mano por las calles de la ciudad, suficientes argumentos para agradecer al Cielo, por esa madre que, como la mayoría, ofrecen su mejor rostro, aunque todo parezca ir en contra. Y si ella no hubiera existido, este escrito tampoco.
LLoré y lloré…
muy hermoso,,,,, lloré