El característico timbre sonó parco, frío, indiferente. No le importó si alguien atendía su anuncio de que llamaban a la puerta. Pero esta vez él hombre, que vive sólo en casa, corrió expectante como siempre.
Una especie de alegría, curiosidad y esperanzado en saludar a quien fuera se apresuró a abrir, alguien llegaba.
Su mente en segundos imaginó una familiar sonrisa, un cobrador malhumorado – no importa – se dijo para sí, un viejo amor, hasta un testigo milagroso, quien sea es bienvenido se dijo en el espacio de menos de un metro caminado hacia el portón.
Al abrir se llevó la sorpresa que lo hizo volver a la vida ¡Era nadie!
Y entonces se quedó petrificado viendo al vecino retirado regar y hablar con sus plantas; el vigilante que solitario no durmió toda la noche; la madre soltera jugar con su hijo sin padre; la vecina pensionada que sale a caminar para ganar tiempo a la mala salud; su rostro, sin embargo dibujo una sonrisa, porque se movió el árbol del parquecito que siempre lo saluda al salir, que mueve sus ramas aunque no haya viento, como una especie saludo de dos alegres solitarios que poco a poco se han hecho amigos.
El hombre sonríe, cierra la puerta y se dice a sí mismo, que bromista este arbolito, que puntería para tocar el timbre con sus hojas voladoras, que no están llegando, se están despidiendo, porque dicen adiós, se van lejos, un acto natural de quienes viajan, a renacer en la eternidad o a crecer en otro bosque.
La soledad es relativa, le dice su alma.
Muy bueno.
Gracias.