Nunca se cansó de condenar la violencia que sufría El Salvador, su país, ni de aprovechar las homilías para denunciar con énfasis las crueles violaciones contra los derechos humanos, lo que lo puso en el ojo del huracán y culminó en su asesinato.
Era el lunes 24 de marzo de 1980. Se encontraba en el altar celebrando una misa en la capilla del hospital “La Divina Providencia” en San Salvador. Más tarde, la nación sufriría una cruenta guerra civil protagonizada por la guerrilla de izquierda y el gobierno dictatorial de derecha.
El obispo Óscar Arnulfo Romero Galdámez tenía 62 años de edad. En el templo recién se había leído el evangelio según San Juan que incluía una cita diciente con lo que minutos luego le ocurrirá: “Si el grano de trigo no muere, queda solo. Pero si muere, puede dar fruto”.
En la víspera, el Domingo de Ramos, el clérigo pronunciaría una famosa homilía en un intento por detener los abusos y la represión que desde las fuerzas militares y policiales se ejercía contra la población, especialmente contra los campesinos.
Esta eucaristía fue breve, al igual que la reflexión del prelado que constituiría su última homilía. Aún la pronunciaba cuando un vehículo de marca Volkswagen Passat rojo de cuatro puertas pasó frente al templo religioso.
El auto dio la vuelta en el estacionamiento “y se quedó en posición de salida, justo frente a la puerta principal de la capilla”. Algo que únicamente él pudo haber notado, “porque los escasos asistentes a la misa estaban de espaldas a la puerta”, describe el periodista Carlos Dada, quien más tarde publicará un libro con detalles de lo ocurrido.
“Afuera, algunas personas vieron el carro. Parecía tener un desperfecto mecánico porque el conductor forcejeaba la palanca de velocidades. En el asiento de atrás otro hombre esperaba”, agrega el entonces director de El Faro (EL Salvador) en una publicación del Centro de Investigación CIPER. Aunque no fue el único vehículo, pues en un Lancer de color blanco, tres ocupantes esperaban en la entrada de la iglesia.
Menos de 50 metros de distancia separarían al francotirador de Romero. Publicaciones aportan una cifra precisa: “Lo separaban 31 metros y diez centímetros” del hombre que desde aquel automóvil sacó el rifle. ¡Le causó un disparo fulminante!
Mons. Romero estaba oficiando una misa convocada para las 6 de la tarde aquel día. El motivo era unirse en oración por el alma de Sara Meardi de Pinto, al cumplirse el primer aniversario de su fallecimiento, según refleja una esquela publicada en La Prensa Gráfica recogida por el archivo periodístico de El Faro.
Refiriéndose a ella, pero íntimamente relacionado con lo que segundos después sucedería, Mons. Óscar Romero dijo en ese instante:
“Que este cuerpo inmolado y esta sangre sacrificada por los hombres nos alimente también para dar nuestro cuerpo y nuestra sangre al sufrimiento y al dolor; como Cristo. No para sí, sino para dar conceptos de justicia y paz a nuestro pueblo. Unámonos pues, íntimamente en fe y esperanza, a este momento de oración por doña Sarita y por nosotros”.
Entonces, una “diminuta bala calibre .22” silenció al obispo convirtiéndolo en mártir. El disparo ejecutado por un francotirador cuando el prelado oficiaba la misa le arrebató la vida.
El ataque fue certero al corazón. Directo al tórax, “pero su percusión parece haber rebotado en todas las paredes de la capilla, amplificándose”. De hecho, “existe una grabación de la homilía en la que se escucha el disparo”, explica Dada.
Los testimonios que recoge el periodista reflejan lo ocurrido. “Monseñor se agarró del mantel y lo haló, y se dio vuelta el copón y se dispersaron las hostias sin consagrar. En ese momento cayó monseñor boca arriba, a los pies del Cristo”, dirá citando a una religiosa, la madre Luz, tras matizar que así los recuerdan los testigos tras un “estruendo apabullante”.
“La sangre comenzó a brotarle por la nariz y la boca. Otras religiosas se acercaron a ayudar, pero no había mucho qué hacer. La madre Luz corrió al teléfono y llamó a un médico. En el altar, alrededor del arzobispo sangrante, los presentes decidieron que no podían esperar médicos ni ambulancias. Si quedaba alguna esperanza de salvarlo había que llevarlo de inmediato a un hospital”, detalla.
Una de las personas que había acudido a esa eucaristía fue el coronel Antonio Núñez, quien puso a la orden su vehículo, en el que llevaron al obispo rumbo a la Policlínica Nacional.
Monseñor Óscar Romero les resultaba incómodo a los militares y las fuerzas policiales, pues en sus reflexiones solía atacar con dureza los abusos y la represión que aplicaban contra la sociedad de aquella sufrida nación.
Los restos mortales del santo fueron sepultados en la cripta de la Catedral Metropolitana desde donde, siendo arzobispo, denunció con firmeza las continuas violaciones a los derechos humanos.
De acuerdo con el testimonio de Amado Garay, quien manejaba el vehículo donde estaba el francotirador, y las declaraciones de Álvaro Saravia, quien coordinó y supervisó la operación criminal, se sabe que se trató de una conspiración. En ella intervino un escuadrón de la muerte que contó con la participación de civiles y militares.
Con base en las investigaciones derivadas de la Comisión de la Verdad, creada con auspicios de la ONU, se sabe quién fue el responsable de dar la orden de asesinar a Mons. Arnulfo Romero: un militar, el ex-mayor Roberto D’Aubuisson, fundador de la Alianza Republicana Nacionalista (Arena), partido del que fue diputado y candidato presidencial.
Al oscuro personaje se le señala además de ser el fundador de los escuadrones de la muerte que “secuestraban, torturaban, asesinaban y desaparecían a los que ellos creían opositores de su causa”. (BBC, 2018)
También se tiene conocimiento a partir de un retrato hablado ofrecido por Garay, de que el militar Marino Samayaa fue quien disparó el fusil que le quitó la vida al prelado.
Relata haber visto, desde afuera del templo, a un sacerdote dando misa, y luego oyó un disparo; entonces vio al hombre que minutos antes había llevado hasta la puerta de la capilla sosteniendo el fusil en sus manos. El olor a pólvora inundaba el ambiente, sintetizan Roberto Alcántara y Alejandro García en Desde la Fe.
Igualmente, se tiene certeza de que conspiraron otras personas. Entre ellas el civil Fernando Sagrera, sobre lo cual revelará la propia hermana de D’Aubuisson:“Había como cuatro grupos de los escuadrones de la muerte dirigidos por distinta gente”.
A Mario Molina se le acusa de ser quien eligió al francotirador y el arma empleada por aquel. Mientras que a Eduardo Ávila se le señala de ayudar a determinar el lugar y la hora del asesinato.
Tras años de opacidad, a finales de marzo de 2022, una organización no gubernamental le pidió a una corte de El Salvador requerir formalmente de la Fiscalía información relacionada con “los asesinos, los planificadores y los encubridores” del asesinato de san Óscar Romero.
Una reseña de la agencia de noticias EFE cita el comunicado de la organización Tutela Legal “María Julia Hernández”, la cual afirma haber realizado tales gestiones ante el Juzgado Cuarto de Instrucción de San Salvador.
En el texto, denuncia que tan solo se reanudó el proceso de investigación judicial contra el capitán Álvaro Saravia, “uno de los implicados que se encuentra prófugo, único imputado en el proceso y por el que existe orden judicial de detención”.
Igualmente, la institución considera que “no hacer justicia en este caso, y otros crímenes de lesa humanidad cometidos durante el conflicto armado, permite señalar al Estado como autor, cómplice o encubridor de estos hechos”.
La tragedia no terminó aquel 24 de marzo de 1980. El 1 de abril, durante los funerales que reunieron a unas 50 mil personas en la plaza del centro de San Salvador, la explosión de varias bombas dejó al menos 40 muertos y dos centenares de heridos.
La multitud se resguardó en la iglesia catedral, junto al féretro de san Romero, y decenas de obispos de todo el continente, encabezados por el cardenal Ernesto Corripio, arzobispo de México, quien había acudido en representación del papa Juan Pablo II.