Por: Julio Rodríguez
Cuando la niña Tila murió él tenía 86 años de edad, le llevaba 4 a su difunta esposa, una mujer con la que compartió casi 70 años, se juntaron bien jóvenes en un amor que no requirió de papeles grises, pero sí de una decisión de la cual no se arrepentirían nunca, ni en las malas, ni en las buenas; ni en la pobreza, ni en la riqueza; en la enfermedad o la salud; ni en la vida, ni en la muerte.
Ella lo esperó cuando se fue a aquella guerra de mediados de siglo, en 1944, en la que los soldados no sabían porque peleaban; desconocían que los enemigos eran realmente sus amigos que buscaban liberarlos del dictador apodado “el brujo Martínez”, él contaba que todas las noches pensaba en ella y sus hijos, cuando estaba en el garitón sólo y cuidando a la oscuridad, pues no se miraba nada desde allí.
Ella le cuidó cuando era vencido por el incontrolable deseo de viajar embriagado por un mundo de inconciencia, alucinaciones y fantasmas que atormentan el espíritu. Ella lo trajo una y otra vez al mundo de los dos, sin palabras y abrazos que él no recordaba.
En el verano de 1959 cuando caía al abismo de esos viajes, ella lo abrazó tan fuerte que por eso a él le fue difícil soltarse ese diciembre de 2006 del lazo que los unía y se rompía en pequeños hilos de recuerdos que nunca olvidaría en los siguientes años, cuando volviera a casa y no escucharía más el “aquí está el café viejo”.
Su nombre era Arnulfo P., así se presentaba en los cientos de grupos de Alcohólicos Anónimos a los que asistió sostenido en los primeros años por las manos de su vieja compañera de lucha, sus pequeños hijos y las ganas de romper todos los boletos que lo llevaban a esos alucinantes viajes. Lo logró.
De velar un trago en las cantinas paso a cuidar de su hogar; se convirtió en un culto hombre de la calle y extraordinario conversador sobre la familia, la calle, la guerra, la desigualdad social, la política partidaria y del fútbol, en especial, de su querido equipo Juventud Olímpica que después que bajó a Segunda Categoría nunca volvió a ir al Estadio, pero eso sí, casi se metía en el televisor al ver un buen partido.
Sus ásperas manos de albañil de la vieja guardia, el de la plomada, que deja de trabajar retando al sol que se cansa antes y se esconde, pero no limita al constructor para terminar la obra del día. Él era de esos hombres que defendían y transmitían apasionadamente el bendito programa que los mantuvo sobrios, que enfrentaba las ideas con genuinas posiciones construidas por la experiencia de la calle y el dolor que la vida impone sin tregua a quienes se levantan después de la caída.
Tres años después de que se rompió el hilo de Arnulfo y su querida niña Tila, él trató de disimular su pena, sobrellevar el dolor y se refugió en el amor de 5 hijos, 14 nietos y 34 bisnietos, pero no fue suficiente. Cuando volvía a casa el silencio le saludaba, lo abrazaba hasta ahogarlo y su corazón agotado de amor, dejó de latir.
Ese verano de la Semana Santa de 2009 las personas que cargaban el ataúd de Arnulfo P. se detuvieron frente al local del grupo de Alcohólicos Anónimos y varios de sus compañeros de sobriedad lo saludaron; los cargadores siguieron su camino al lugar que vuelve comunes a los seres humanos, entre ellos había comerciantes, profesores, contadores, teólogos, exsoldados, exguerrilleros, personas sencillas, ejecutivos y hasta periodistas. Era su descendencia y amigos. Arnulfo demostró que la historia no está escrita solo de fracasos, sino de fe y actitud para cambiarla, para marcharse seguro de que Dios dirá: “Yo puse el día y tú la alegría”.
Bello relato. Las personas no mueren m8entras existan personas q las recuerden. Cuánto bien ha hecho y sigue haciendo Alcohólicos Anonimos en nuedtro pais tan devastado por el alcohol