Ganó un Oscar, sus películas recaudaron millones y fue considerado el actor más sexy y el hombre más poderoso de Hollywood. Pero la crianza de un padre que le inculcó el racismo y el alcohol lo transformaron en un ser oscuro, que hoy es más noticia por sus episodios de violencia de género e insultos hacia los judíos que por su talento para actuar y dirigir.
No debe haber en el mundo nadie que haya ofendido a tantas minorías y colectivos. O al menos nadie con tanta repercusión. A Mel Gibson en el lapso de una década se le conocieron comentarios racistas, homofóbicos, misóginos y antisemitas. Cartón lleno. Hay grabaciones, algún video, múltiples testimonios y hasta alguna confesión. Contrariamente a lo que sucede en los últimos años, su carrera no parece terminada. Es uno de los pocos hombres de Hollywood señalado por sus inconductas que ha logrado mantenerse trabajando. Aunque, sin lugar a dudas, hoy, el día que cumple 65 años, su lugar en la industria ha decrecido sensiblemente.
En los noventa una decena de las películas que interpretó superaron los 100 millones de dólares de recaudación (paseando por todos los géneros: comedias, de acción, thrillers, futuristas), en 1985 fue elegido por la revista People como el hombre más sexy del mundo -en el primero de esos rankings-, ganó un Oscar a mejor director y estuvo nominado a otro, protagonizó dos franquicias híper exitosas como Mad Max y Arma Mortal y en 2004 obtuvo uno de los sucesos más inesperados del nuevo milenio con La Pasión de Cristo con la que recaudó más de 600 millones de dólares. Ese mismo año fue nombrado por la revista Forbes como el hombre más poderoso de Hollywood.
Pero en 2006, dos años después de esa película, tras el estreno de Apocalypto, a fuerza de escándalos y de conductas erráticas, violentas y discriminatorias esa carrera se empezó a desmoronar.
A los 12 años toda su familia se mudó a Australia. Allí hizo sus primeras incursiones en la actuación. En poco tiempo se posicionó como el actor joven más prominente de la escena teatral del país de Oceanía. Hizo obras de Shakespeare, de Beckett, de Arthur Miller. El paso al cine pareció algo evidente. En 1979 protagonizó un inquietante film futurista: Mad Max. Luego vino Gallipoli, la película bélica de Peter Weir. Su proyección internacional era inevitable.
Se acomodó rápido a Hollywood. Directores y ejecutivos reconocieron el impacto que tenía en las audiencias y, también, su ductilidad. Primero fueron roles dramáticos y algún remake como El Motín del Bounty. Hubo más Mad Max y El año que vivimos en peligro. A tres años de su aterrizaje en Estados Unidos, Mel Gibson ya era una estrella. Vincent Canby, el feroz crítico del New York Times, escribió: “Hace recordar al joven Steve McQueen. No sabría definir qué es lo que configura a una estrella. Cualquier cosa que sea, Mel Gibson lo tiene”.
El público le dio la razón y acompañó sus proyectos y su ascenso. Arma Mortal y sus secuelas terminaron de situarlo en la cima. Tenía fama, dinero, prestigio y, derivado de todo lo anterior, poder. Él elegía sus proyectos. En 1990 produjo y protagonizó Hamlet. Quería demostrar que él también podía con Shakespeare. Esa década la terminó con el mega éxito de Lo que ellas quieren, una comedia romántica. El recorrido por los géneros era fluido y natural. En el medio consiguió la mayor aclamación crítica (aunque hoy se vea como muy exagerada tan contundente recepción) y de público.
Corazón Valiente, su segundo film como director, recibió el Oscar a la mejor película y al mejor director. Una historia épica, de coraje que arrasó emocionalmente a los espectadores. Luego siguieron los éxitos. El patriota, Señales (su película más taquillera) y hasta puso la voz en dos películas infantiles: Pocahontas y Pollitos en Fuga (hoy a cualquiera que tire el nombre de Mel Gibson sobre una mesa para un proyecto infantil, la sola mención le significaría el despido inmediato de su trabajo y hasta una consulta psiquiátrica).
Decir la verdad no es antisemitismo.