Tal vez su discurso y su conducta no resultan tan ajenos a los valores y tradiciones americanas como se puede creer. Conecta con una forma de entender la democracia como una democracia del pueblo.
No es preciso esperar a los resultados de unas elecciones para compartir que Donald Trump es una desgracia para Estados Unidos y para la idea de libertad, progreso y democracia que este país ha representado desde su nacimiento. Basta con entender los valores elementales que permiten la convivencia entre seres humanos para detestarlo.
Pero quienes odian a Trump menos de lo que aprecian el sistema democrático del que ha surgido deberían analizar lo expresado por las urnas antes de continuar con las lamentaciones y afrentas.
EE.UU. votó el 6 de noviembre después de una campaña en la que uno y otro lado advirtieron de que se trataba de una fecha de enorme trascendencia. Aunque eran unas elecciones para la renovación completa de la Cámara de Representantes y de un tercio del Senado, así como de los gobernadores de 36 Estados, Trump planteó la votación como un plebiscito sobre su figura y su gestión, y el Partido Demócrata aceptó ese envite.
El resultado final muestra un avance de los demócratas, que tendrán el control de la Cámara de Representantes, aunque los republicanos mejoran su posición en el Senado, la cámara decisiva. Los republicanos perdieron algunos gobernadores pero conservaron dos en Estados claves para las presidenciales de 2020, Ohio y Florida. Casi todos los candidatos a los que Trump apoyó con su presencia ganaron, y las batallas de mayor carga emocional, en Texas y Florida, también cayeron del lado republicano.
Una primera evidencia que dejaron las urnas fue que el rechazo a Trump no es compartido por la gran mayoría de norteamericanos. Dada la complejidad de estas elecciones y los múltiples factores que influyen en el voto, es imposible precisar el grado de apoyo al presidente. Pero está claro que los ciudadanos pudieron enviar un contundente mensaje de castigo al hombre que avergüenza a muchos de sus compatriotas y, por una u otra razón, no lo hicieron.
Es importante la conquista de la Cámara de Representantes, que les dará a los demócratas la oportunidad de investigar las cuentas del presidente y les permitiría abrir un proceso de impeachment contra él. Pero, al mismo tiempo, es muy improbable que el liderazgo demócrata utilice un recurso con tan alto riesgo de convertirse en un boomerang.
Por otra parte, Trump puede moverse con cierta comodidad en un clima de confrontación con el poder Legislativo, en el que siempre contará con el viejo recurso de culpar a la oposición de prácticas obstruccionistas que le frustran sus proyectos o le obligan a gobernar por decreto.
Así pues, quizá Trump no tenga muchas razones para celebrar, pero sus enemigos tienen motivos de sobra para preguntarse cómo es posible que un personaje tan abyecto, que exhibe su ignorancia a cada paso, que rinde culto a la violencia y que incita abiertamente al odio, puede ser capaz de salir adelante sin apenas daños en unas elecciones democráticas.
En su primera conferencia de prensa tras la votación, intercalada con insultos a los periodistas, Trump se mostró orgulloso de haber sido capaz él solo de asegurar el triunfo de varios candidatos republicanos. Obviamente, Trump es un multimillonario a quien no le faltan contactos y recursos, por lo que solo, lo que se dice solo, no está.
Pero sí es cierto que se ha enfrentado en esta campaña al fuego combinado del expresidente Barack Obama, de destacados dirigentes de su propio partido y del contrario, de actores, deportistas y otras celebridades, de poderosos empresarios, famosos innovadores y, desde luego, de los medios de comunicación, con excepción de la cadena Fox.
Durante semanas, los principales periódicos han publicado decenas de columnas que pedían -¡imploraban!- el voto por cualquier candidato demócrata, en cualquier circunscripción, por patriotismo, para poner fin a esta pesadilla, por el futuro de las familias norteamericanas, por respeto a la historia de esta gran democracia, por una lista de buenas razones que no han sido tenidas suficientemente en cuenta.
¿Por qué? ¿Cómo es posible que semejante truhán se haya ganado la confianza de tantos norteamericanos? Ya se han dado muchas razones y algunas van bien encaminadas: el daño producido por la crisis de 2008 en el cinturón industrial del país, el pánico de la minoría blanca tras la victoria de Obama, la resistencia de ese mismo grupo a la pérdida de los privilegios de los que han gozado históricamente.
Lo cierto es que por esas y otras razones, hay más votantes de Trump de los que uno cree reconocer. Como dice en The Washington Post el escritor Paul Theroux: “Hay muchos Trumpers ruidosos, pero hay muchos Trumpers vergonzosos también; yo he descubierto muchos en mi adorable y progresista familia, y quizá en la de ustedes también los hay”.
Tal vez una de las razones del éxito de Trump es que su discurso y su conducta no resultan tan ajenos a los valores y tradiciones americanas como se puede creer. Ciertamente, Trump no es digno ocupante de la silla de Lincoln o Roosevelt, pero no está tan lejos del temperamento, la falta de escrúpulos y el odio de Nixon hacia sus rivales. No se identifica con el intelectualismo de Obama o Wilson, pero sí con el populismo de Reagan.
Más importante que todo eso, Trump conecta con una forma de entender la democracia norteamericana, como una democracia directa, resolutiva, como una democracia del pueblo, un democracia de la gente, no de las élites, una democracia dirigida por uno de los nuestros, uno como nosotros, una democracia que encuentra raíces en la historia de EE.UU y que no es solo una propuesta de derechas sino que la comparte una porción de la izquierda, como se demostró en 2011 con el movimiento Ocupa Wall Street.
Por cierto, una idea de la democracia también respaldada lejos de EE.UU.
La democracia es un sistema de gobierno aburrido y lento, que contiene métodos y reglas, que requiere largos debates y procedimientos engorrosos para tomar decisiones difíciles con el mayor respaldo posible. Es a veces también un sistema lejano, que no acabamos de entender y que dejamos en manos de quienes saben moverse entre sus enredados vericuetos. Al estar formada por complejas prácticas de equilibrio de poderes, la democracia resulta a veces también disfuncional, produce resultados pobres, injustos o contradictorios y, en casos extremos, llega a alumbrar a sus peores enemigos.
Es fácil, aunque peligroso, confundir los problemas de la democracia con exceso de democracia -para justificar su interrupción-, o con falta de democracia -para justificar la democracia directa o no representativa, o no democracia-. Por mucho que se les ha dicho, los votantes de Trump no sienten estar alimentando el fascismo, sino perfeccionando la democracia americana, haciéndola más directa, más americana, arrancándola de las manos de las élites para devolvérsela al pueblo, encarnado por una figura reconocible, de la televisión, un patán con éxito, un tipo normal, que goza y peca como las personas corrientes, no como ese cursi de Obama, esos corruptos Clinton o esos arrogantes cosmopolitas de Hollywood, Silicon Valley o los medios de comunicación.
No existe una fácil receta para combatir esta visión simplista y populista de la democracia. Pero un primer paso ha de ser reconocer la realidad, por cruda que sea para el gusto progresista: “En la América rural, valores básicos como el trabajo duro, el claro papel de los sexos y la armonía social se están destruyendo ante los ojos de la gente”, advierte David Brooks en The New York Times. Trump representa, como explica James Miller en Can Democracy Work, algunos aspectos de la democracia americana que se tienen poco en consideración: “La atracción por los demagogos que desatan los peores instintos entre nosotros, un cierto nativismo racialmente contaminado, una resistencia contra los expertos que pueden resultar intimidadores y contra los burócratas que pueden resultar mandones”.
Quienes tienen todos esos temores, quienes tienen esos valores y piensan así también votan. Podemos seguir dos años más lamentándonos del desastre que representa Trump, ajeno a los valores que nos gustan a nosotros, como la solidaridad, la compasión, la diversidad, el civismo, la educación, o pensar en qué motiva a quienes no los comparten a buscar opciones tan radicales y disparatadas. Si esto no se resuelve a tiempo, Trump seguirá en la Casa Blanca después de 2020.