El oso Grizzly reina en el lejano oeste de Canadá. Por su territorio se adentró un periodista que acabó conociendo a un singular personaje que convive con estos animales salvajes. Lo contó en un exitoso hilo de Twitter. Y ahora lo rememora en estas páginas.
Una magestuosa Aguila Calva se posa sobre la rama de un árbol centenario en la orilla del río. Tiene una vista excelente y en cualquier momento se lanzará en picado para sacar del agua a un pez despistado.
Cientos de salmones remontan la corriente. Tras crecer en el mar, su reloj biológico les ha indicado que es hora de volver al lugar donde nacieron, río arriba, para que el desove reinicie el ciclo.
Río abajo, en el fiordo, una masa gris que flota en el agua rompe la niebla. Es el costado de una ballena jorobada. No le pasa nada, está durmiendo. Puede hacerlo durante media hora, poniendo en pausa la mitad del cerebro. Cerca de ella, decenas de delfines saltan.
Es un día cualquiera en el gigantesco paraíso salvaje de la costa oeste de Canadá, un tesoro biológico formado por un laberinto de islas en el que es posible avistar orcas cazadoras, pumas solitarios, lobos esquivos y, por supuesto, el monarca de todos ellos: el poderoso oso grizzly.
Unos ojos azules observan todo el espectáculo. Llevan 30 años haciéndolo. Son los de Richard Matheson, que está sentado en el porche de su cabaña de madera, fumando en pipa. Encima de la mesa hay unos prismáticos y un revólver.
Rick nació en 1950 en Nueva Escocia, en la costa este de Canadá, pero a los 6 años se trasladó al sur de California con sus padres y seis hermanos. A los 15 cayó en el alcoholismo. Pasó décadas en ese pozo, llevando una mala vida, formando parte de bandas violentas, entrando y saliendo de la cárcel. Era la California de los setenta. De ese periodo, Rick tiene lagunas de memoria que duran semanas.
Despertaba en plena calle, sin saber qué le había ocurrido. O cómo había llegado hasta allí. En una ocasión presenció un asesinato durante un robo que salió mal. La víctima murió en sus brazos, de un disparo en la cabeza, en la puerta de un antro de carretera de la Ruta 66. Cuando se supo que iba a testificar en el juicio, los acusados le dieron una paliza como advertencia.
Aun así, decidió comparecer y señalar al asesino. Dice que lo hizo para, por una vez en su vida, creerse una persona correcta. A la salida del juicio subió a un avión y huyó a su Canadá natal. No lo hizo sin mirar atrás, como en las películas. Se fugó dejando en California a su hijo y a su mujer embarazada.
El plan de Rick era refundar su vida en el norte, a muchos kilómetros de distancia y a muchos grados Fahrenheit de diferencia del sur de California. Encontró trabajo en una estación de radar montañosa en la Columbia Británica y, cuando ahorró el suficiente dinero, su familia se unió a él. Las cosas empezaron bien. La familia se mudó a un rancho y Rick prosperó como granjero y soldador. Pero no duró mucho tiempo. La recesión de principios de los ochenta se llevó por delante el negocio.
El alcoholismo hizo el resto. Su mujer le abandonó.
Tras el colapso familiar, Rick llegó a estos bosques para hacer de trampero. Su presa era la marta americana, un pequeño mamífero cuyo pelaje, blanco en invierno, es muy apreciado por la industria textil.
Asegura que usaba unas trampas de hierro que mataban al animal al instante, sin sufrimiento. Lleva tiempo sin dedicarse a ello y, a pesar de ser un amante de los animales, no se avergüenza de su pasado. No omite detalles sobre el proceso de captura y descuartizamiento de la marta, aunque evita usar el verbo matar. Él habla de despachar. Aquello duró lo suficiente como para que Rick se acostumbrara a la vida en la cabaña.
Desde que jugueteaba con los tritones del río, siendo un crío en California, siempre se había sentido muy atraído por la naturaleza, los animales y la vida salvaje, así que decidió quedarse indefinidamente. Lleva allí 30 años, 20 de ellos sobrio. Durante un tiempo vivió acompañado de su perro, hasta que el animal se enfrentó a un puma y perdió.
Rick ya fumaba en pipa cuando llegó aquí, y eso le ayudó. El olor del tabaco llamó la atención de la fauna del lugar, en especial de los osos. Se acostumbraron a él, y su potente olfato les permitía saber en todo momento dónde se encontraba. Eso le hacía previsible y poco peligroso, así que aprendieron a confiar en él. Rick empezó a ponerles nombres a todos. Y a hablarles. Hoy, cada vez que una osa pare, lleva la camada a la cabaña de Rick para hacer la presentación oficial.
En los primeros cinco años de Rick en el bosque, los cazadores mataron a siete osos grizzly y la supervivencia del grupo quedó gravemente amenazada. En su vida anterior quizá se hubiera liado a tiros con los intrusos. Pero el nuevo Rick se les ofreció como guía.
Cuando el cazador tenía poca experiencia, Rick le colocaba de espaldas al viento para que el olor del forastero recorriera el bosque y los animales pudieran huir. Cuando no había más remedio, Rick llevaba a los visitantes hasta los ejemplares más viejos o débiles. De esta manera protegía a las madres y a las crías. En una de sus últimas expediciones monteras, Rick alargó la búsqueda durante días. Aprovechó ese tiempo para impregnar al cazador de su pasión por los grizzly.
Cuando ya no hubo más remedio y tuvo que colocarle delante del objetivo, el hombre no pudo disparar. Sacó la cámara, tomó una foto y se dio media vuelta.
El lejano noroeste de América fue el lugar por el que los primeros humanos llegaron al continente. Desde aquí fueron avanzando y asentándose: desde el círculo polar ártico hasta Tierra del Fuego, el último pedazo de continente antes de la Antártida.
Uno de estos grupos —ahora llamados Primeras Naciones—, eran los kwakwaka’wakw. Esta tribu, organizada en grupos, fue la que ocupó estos bosques, ahora canadienses. Se calcula que su población llegó a alcanzar los 19.000 miembros. Eran navegantes, gracias a las canoas que tallaban de los enormes cedros, que abundaban, y pescaban salmón.
Hoy todo ha cambiado: para los kwakwaka’wakw, para los cedros y para los salmones.
Los europeos llegaron a la zona en la década de 1790, de la mano del capitán Vancouver. Con ellos aparecieron también las armas de fuego y enfermedades como el sarampión, la gripe o la tuberculosis, para las que los primeros habitantes de las islas no estaban preparados. Un siglo después quedaban unos 1.000.
Después el hombre blanco llevó también sus empresas. Las madereras arrasaron los grandes cedros, y por el camino contaminaron los ríos y alteraron el hábitat con sus carreteras y presas. Luego las empresas pesqueras colocaron la diana en el animal que protagoniza toda la cadena alimentaria del territorio grizzly: el salmón.
El incierto estado de salud del complejo ecosistema en el que reina el grizzly es resultado de su accidentada historia.
Hoy, osos, nativos, industria maderera, piscifactorías, cazadores y turistas —cada vez más numerosos— conviven como pueden. Rick es una pieza más de ese puzle, que desde hace dos años cuenta con un nuevo actor.
En 2016, Felix Rome, el jovencísimo autor de las imágenes que ilustran este reportaje, había terminado sus estudios de fotografía en Reino Unido y decidió irse a Canadá en busca del gran oso. Conoció al propietario de un minúsculo resort ubicado en una islita en el centro del territorio grizzly y le propuso que le alojara durante unas semanas a cambio de hacer fotografías para su página web.
El propietario tuvo una idea mejor: le dio una tienda de campaña y una lata de judías, y le llevó en su lancha al bosque de Rick. El viejo reconoce que al ver a aquel fotógrafo larguirucho pensó que no duraría mucho en el bosque. Pero lo que iba a ser una excursión de unos días se convirtió en todo un intenso verano de aprendizaje y amistad.
Las primeras semanas, Felix se instaló en su tienda de campaña a la orilla del fiordo. Tuvo que aprender a cazar y pescar su propia comida, lavarse en el río y sobrevivir a las frías —y a menudo lluviosas— noches canadienses. El único contacto con la vida moderna lo constituían su cámara y el generador con el que cargaba las baterías. Tras observarle durante un tiempo, finalmente Rick le invitó a instalarse en su cabaña, no sin antes advertirle enumerando las razones por las que, llegado el caso, podría dispararle.
Felix y Rick pasaban juntos todo el día. Por la mañana, Felix ayudaba a Rick a desbrozar caminos, reparar puentes y pintar el bote. Por la tarde, alrededor del fuego, Rick desvelaba a Felix los secretos de la vida salvaje, atesorados tras décadas de convivencia con los animales. El joven fotógrafo británico había leído mucho sobre el comportamiento animal cuando era estudiante, pero aquellos meses aprendió cosas que no estaban escritas en ningún libro.
Una de las primeras lecciones fue el truco de la pipa. Comenzó a fumar, y su ropa empezó a oler como la de Rick. Los osos pasaron de mantener las distancias a acercarse como muy pocos fotógrafos de naturaleza habrán podido experimentar. Rick le mostró los mejores puntos de observación, y allí pasaron horas en silencio, porque en el bosque, cuando callas, ocurren cosas.
Durante los meses que pasó en el bosque, Felix fotografió a los osos, pero también a Rick. A pesar de su pasado y su aspecto de tipo duro, Rick es presumido y fotogénico, y le gusta posar para su discípulo. Delante de su cabaña, rastreando osos o desnudo, secándose al sol en una roca tras su baño diario en el río.
Rick, cuya ascendencia procedía del norte de Escocia, cuenta orgulloso que en gaélico su apellido significa “hijo del oso”. Lo dice insinuando que llegó al bosque porque era su destino y no como consecuencia de su desastrosa vida anterior.
Puede que a la actual le queden todavía unos años, pero sabe que se hace viejo, y eso le preocupa porque sus osos necesitan a humanos que les protejan de otros humanos. Dice que quiere pasar lo que le quede con los osos, esperando que cuando ya no esté, alguien, quizá Felix, le tome el relevo.