Al revisar la gran mayoría de precandidatos presidenciales para las próximas contiendas electorales me hace pensar que en Colombia tenemos un talento particular que es ver algo que funciona en otro país y querer traerlo como si fuera una franquicia de un restaurante o algún almacén “gomelo”.
El modelo que está de moda es el de Nayib Bukele, presidente de El Salvador, convertido en una especie de rockstar global por su guerra contra las pandillas.
Y, como era de esperarse, ya hay quienes sueñan con un “Bukele criollo” que, a punta de mano dura, cárceles y que, de un solo tacazo resuelva todos los problemas del país. Como si la seguridad se pudiera importar así de fácil.
Pero hay un pequeño detalle, las condiciones de El Salvador y Colombia son tan distintas como el café y el tinto de maíz. El Salvador es un país pequeño, con una geografía controlable y un enemigo central, las maras. Colombia es otra historia.
Aquí es más variado, guerrillas con décadas de historia, bandas criminales locales, narcotráfico con redes internacionales, grupos armados con raíces políticas y económicas, corrupción desbordada y regiones enteras donde el estado solo aparece en épocas pre electorales.
Creer que el modelo Bukele encaja aquí es tan ingenuo como pensar que un odontólogo podría hacer una operación a corazón abierto.
Y ojo, el riesgo no está solo en copiar la formula, sino también al cocinero. Bukele es popular, eso no lo niega nadie, pero también ha concentrado poder, debilitado los contrapesos institucionales y cambiado las reglas para asegurarse la permanencia.
Su discurso de “solo yo puedo salvarlos” no es algo nuevo; es el primer capítulo del manual básico del caudillo autoritario. En América Latina conocemos de sobra cómo termina esa historia, comienza con aplausos y termina con libertades recortadas.
Lo que más me llama la atención es que el encanto del “hombre de la mano dura” siempre llega envuelto en resultados a muy corto plazo. Al principio, todo parece funcionar, caen los delincuentes, suben las encuestas, se respira seguridad.
Pero lo que no se ve tan rápido es el costo. Cuando se concentran las decisiones en una sola persona y se debilitan las instituciones, el día que ese líder se equivoca, no hay como corregir el rumbo. Y el precio lo paga la democracia.
Colombia necesita soluciones firmes, sí, pero dentro de las reglas del juego democrático. No héroes que hablen duro y digan lo que la gran mayoría queremos escuchar en estos momentos de incertidumbre y miedo.
Nuestros problemas no se resuelven con un hombre fuerte, sino con instituciones fuertes, Estado presente y ciudadanos que exijan resultados sin renunciar a sus derechos.
Si vamos a copiar algo, que no sea a Bukele ni su estilo de gobierno, sino la capacidad de exigir resultados y rendición de cuentas.