Una antigua tradición dentro de la Iglesia Católica dicta que los papas adopten un nuevo nombre tras su elección como sucesores de San Pedro, aunque no siempre fue así. En los primeros siglos del cristianismo, muchos pontífices conservaron su nombre de nacimiento, salvo aquellos que lo cambiaban por tener raíces paganas.
El primer acto del nuevo Papa, inmediatamente después de aceptar su elección como Sumo Pontífice, es la elección de su nombre, el cual es anunciado por el Cardenal Protodiácono tras la fórmula «Habemus Papam», seguido del nombre de bautismo del nuevo pontífice en latín. Esta práctica tiene su origen simbólico en San Pedro, cuyo nombre de nacimiento era Simón, y quien recibió un nuevo nombre de parte de Jesús.
Con el tiempo, este cambio de nombre se convirtió en un acto cargado de significado: un nuevo nombre para un nuevo ministerio, como si se tratara de un segundo nacimiento. Muchos papas eligieron nombres de sus predecesores, ya sea inmediatos o lejanos, como señal de respeto, admiración o para marcar una línea de continuidad. Otros, en cambio, optaron por nombres distintos con el fin de subrayar un nuevo rumbo para la Iglesia.
De los 266 papas que ha habido en la historia (267 incluyendo al siguiente), solamente 129 han cambiado de nombre. La tradición comenzó a generalizarse en el año 955 con el papa Juan XII y ha perdurado hasta la actualidad, salvo por dos excepciones: Adriano VI, que gobernó entre 1522 y 1523, y Marcelo II, en 1555. En ciertos casos, el nombre papal elegido era ya el tercer nombre de algunos pontífices, quienes pertenecían a órdenes religiosas que les otorgaban nuevos nombres durante su formación.
La elección del nombre papal sigue siendo uno de los gestos más simbólicos y observados tras la proclamación de un nuevo papa, pues condensa en una palabra el mensaje, la orientación y la historia que el nuevo pontífice desea encarnar.